"- A ver, déjame a mí, que tú no te aclaras.
Nadie le había explicado a Lucía que los tomates hay que limpiarlos antes de cortarlos. No tenía ni idea de que la ensalada cargada de pesticidas es peligrosa para la salud. Pero su madre sí que lo sabía. Se lo habían enseñado desde pequeña. Eso, y pocas cosas más. Y no quería dejar pasar la oportunidad de hacérselo notar a su hija para que ella, como mínimo, sintiera un poco de vergüenza:
Nadie le había explicado a Lucía que los tomates hay que limpiarlos antes de cortarlos. No tenía ni idea de que la ensalada cargada de pesticidas es peligrosa para la salud. Pero su madre sí que lo sabía. Se lo habían enseñado desde pequeña. Eso, y pocas cosas más. Y no quería dejar pasar la oportunidad de hacérselo notar a su hija para que ella, como mínimo, sintiera un poco de vergüenza:
- Es que eres una patosa.
Vergüenza que habría de sumarse a la culpa que
le había hecho sentir poco antes, cuando preparaban la mesa. Lucía había
colocado los cubiertos de manera incorrecta y ella le había dicho que a pesar de
los años y el tiempo que habían invertido en educarla, parecía no haber
aprendido nada en absoluto, de ninguna manera, nada, como si el objeto de toda
educación consistiera, básicamente, en saber colocar la mesa en las casa ajenas
y en saber colocarse la servilleta sobre las piernas como un signo de distinción
y elegancia.
En esa casa nada cumplía la función que se esperaba. El reloj no servía para informar acerca de la hora, sino para determinar como un sargento desdeñable, de bigotillo facha y tripa opulenta, el comienzo y el final de las tareas que la madre tenía que cumplir a lo largo del día sin interrupciones y a tiempo para poder sentirse completa, más o menos realizada, y libre. Y ni siquiera era su madre. Lucía la llamaba así porque era muy pequeña cuando ella llegó para ocupar el lugar que había dejado vacante su verdadera madre, muerta de un ictus fulminante mientras regaba el jardín pocos meses después de haber parido a Lucía. No era su madre. El instinto se lo recordaba cada vez que la miraba: esa cara simiesca no tenía nada que ver con la suya.
Y los cojines que se habían escogido para decorar el sofá no habían sido seleccionados para resultar cómodos, sino para parecer bonitos. Eran inútiles, ninguna cabeza podía apoyarse en ellos sin lamento. Las cortinas compradas en Turquía no podían descorrerse porque, según madre, le daban un toque oriental a la casa que nada, ni siquiera las acrobáticas palizas que de vez en cuando le daba su marido, podía otorgárselo. Así era esa mujer apócrifa. Así leía los libros sólo para fardar de que los había leído y así pregonaba a gritos su profunda repulsa por el gobierno de turno: necesitaba mantener un enemigo ficticio que la reforzara en los momentos de debilidad. Porque era una desgraciada. Y aunque le dolía reconocerlo, le gustaba ridiculizar a Lucía. Algo en la ofensa la calmaba; entonces se sentía bien. Disfrutaba con ella, ejercitaba la sutileza de los golpes dados y soñaba con el día en que sus palabras llegaran a ser dolorosas y nadie lo percibiera. Llamaron al timbre.
En esa casa nada cumplía la función que se esperaba. El reloj no servía para informar acerca de la hora, sino para determinar como un sargento desdeñable, de bigotillo facha y tripa opulenta, el comienzo y el final de las tareas que la madre tenía que cumplir a lo largo del día sin interrupciones y a tiempo para poder sentirse completa, más o menos realizada, y libre. Y ni siquiera era su madre. Lucía la llamaba así porque era muy pequeña cuando ella llegó para ocupar el lugar que había dejado vacante su verdadera madre, muerta de un ictus fulminante mientras regaba el jardín pocos meses después de haber parido a Lucía. No era su madre. El instinto se lo recordaba cada vez que la miraba: esa cara simiesca no tenía nada que ver con la suya.
Y los cojines que se habían escogido para decorar el sofá no habían sido seleccionados para resultar cómodos, sino para parecer bonitos. Eran inútiles, ninguna cabeza podía apoyarse en ellos sin lamento. Las cortinas compradas en Turquía no podían descorrerse porque, según madre, le daban un toque oriental a la casa que nada, ni siquiera las acrobáticas palizas que de vez en cuando le daba su marido, podía otorgárselo. Así era esa mujer apócrifa. Así leía los libros sólo para fardar de que los había leído y así pregonaba a gritos su profunda repulsa por el gobierno de turno: necesitaba mantener un enemigo ficticio que la reforzara en los momentos de debilidad. Porque era una desgraciada. Y aunque le dolía reconocerlo, le gustaba ridiculizar a Lucía. Algo en la ofensa la calmaba; entonces se sentía bien. Disfrutaba con ella, ejercitaba la sutileza de los golpes dados y soñaba con el día en que sus palabras llegaran a ser dolorosas y nadie lo percibiera. Llamaron al timbre.
- ¡Abro yo! -anunció padre levantándose del
sofá a duras penas, fatalmente gordo, mantenido con vida por la gloria de un
cuádruple bypass y calcificado por el tabaco del que ahora sólo podía disfrutar
los sábados por la tarde, si había fútbol. Atravesó el salón apoyándose en la
estantería de ficción -Frederik Pohl, Jack Vance, Harry Harrison, Larry Niven,
Philip J. Farmer- y se detuvo para coger aire en el umbral del recibidor. Quién
sabe por qué se agita en sueños la cabra. Habían llegado Erik y su novia,
Martina. Traían unos bombones y parecían dispuestos a alegrar el ambiente. Lucía
apenas levantó la cabeza por encima del hombro desde la cocina a modo de saludo.
No es que no soportara a Martina. Ella le parecía bien. Pero como ocurría con su
madre, había algo en la cara de la novia de su hermano que le recordaba a
ciertos tableros de billar que ocupan los bares nocturnos y que nadie utiliza.
Sentía todo el tiempo que, de alguna forma, esa chica sobraba, o quizá lo
contrario y peor, que faltaba, como el tornillo que se echa de menos en toda
operación de bricolaje. Nadie sabía nada
de ella. Su boca sólo pronunciaba tonterías; a veces emitía pequeñas sonrisas de
animal que vive acorralado y no es capaz de comprenderlo. Qué sabía su Erik de
ella, esa era una buena pregunta.
Madre, con su habitual elocuencia impostada, los recibió con vozarrón de
júbilo y no dejó pasar la oportunidad de buscar cierta complicidad burlándose de
Lucía, el único método que conocía para trabar afinidades:
- Si os lo cuento no lo creéis. ¡Lucía no sabe que la fruta hay que lavarla
antes de comerla! ... es que...
- ¡Ja ja ja! -la carcajada salió de la boca de Martina, fuera de lugar,
feroz y desatada."
Victor Balcells Mata
Victor Balcells Mata
deselegante e inesperado
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